martes, 20 de enero de 2015

Encadenarse al infierno por un ángel.

Me resultaba tan terriblemente bello la caída de un ángel para enterrarse en el mismísimo infierno que desde siempre me quedé perplejamente enamorado de la idea de poder vivir con un lobo que siempre había sido cordero.
Me atraía la extraña y erótica idea de que el propio Dios hubiese echado de las puertas del  paraíso a su hijo pródigo simplemente por ansias de poder, tal y como pasa en este mundo de mindundis con traje y corbata, o caja de cartón y brik de vino.
Por eso, me resultó algo más que imposible no enamorarme de aquella mujer que parecía hecha a semejanza del  que llaman creador y que se había revelado contra su artífice.
Ante tanta belleza, inteligencia y maldad (concentrada en 1'70 de cabello rubio oro y los ojos más claros jamás creados) me sentí obligado a conquistarla costase lo que costase, como por ejemplo mi vida, que parecía inútil si no era ella quien me la destrozaba.
Le regalé veintisiete ramos de todas las especias y subespecies de flores colocadas en escalas cromáticas, le compré todas las joyas y porcelana fina que existía, incluso me aventuré a regalarle mil libros sobre espiritismo, amor, maldad y celos que se podía uno topar, y a pesar de ello siempre estaba tan inamovible que algunas veces pensé que era el maldito Pigmalión hablándole a un trozo de mármol que yo mismo había dotado de belleza.

Pasaron meses hasta que pude atisbar que ella también era capaz de bombear sangre, respirar, y pestañear como hacen el resto de mortales. Ese mismo día, a riesgo de presumir mucho, vi complacidas todas mis demandas y recompensados todos mis sacrificios con una sonrisa que era capaz de revivir a muertos y nublar las almas más claras. Ese día fui el hombre más feliz de la tierra porque fue capaz de sonreirme y pedirme más.

Me pasé cinco meses inventandome poemas de todas las rimas que existen, haciéndole todos los detalles más románticos que pueden haber e incluso buscando las piedras más preciosas que se le pudiesen comparar en belleza, aunque ninguna la igualaba.
Al cabo de algunas semanas más, se me ocurrió la idea definitiva para poder tener al ángel relegado conmigo, convertir a esa proeza en mía y poder ser feliz a pesar de todo el sufrimiento que me había causado. Pensé seriamente que era un buen plan, de verdad.

El día trece de enero me vi decidido a acudir a su pequeño estudio, oscuro, negro y con una sola ventana que daba a un callejón más negro que su alma.
Había una mesa grande llena de papeles colocados en torre, esparcidos y en carpetas de donde intentaban salir asomando su esquinita. Había apenas un helecho y ninguna de las flores que le había enviado haría menos de una semana.
Tras su mirada de duda y asombro de poder verme allí se me turbaron las palabras, me quedé sin aliento y creo que además la circulación se me paró, porque no me atrevería a dudar que en ese momento sentía que moría y nunca más lejos de la realidad.

-¿Qué se te ha perdido por aquí?

No se me ha perdido nada, en todo caso vengo a encontrarte, me he pasado dos años intentando conquistarte y todo ha sido en vano por lo que te obligo a que me des una oportunidad, nadie te hará más feliz que yo, te lo prometo.

Eso habría estado bien decírselo.

Por el contrario, me puse a temblar, las piernas apenas se sostenían de tenerla tan cerca, parecía incluso perceptible su aureola más oscura que la del resto de los ángeles, su sonrisa demoníaca y la bellaza propia de un ser sobrenatural.

-He probado con libros, poemas, flores, joyas y baratijas. He probado escribiendote todo lo que te amo y eres necesaria para mi, pero como ha quedado claro no puedo demostrarte mi adoración por medio de cuatro plantas y un par de hojas encuadernadas.

Saqué el pequeño cuchillo de aluminio inoxidable de mi bolsillo izquierdo del pantalón, y me lo fui poco a poco clavando en el lado izquierdo del pecho hasta que la sangre empezó a brotar como si por fin fuese liberada.

-¿Cómo voy a demostrarte mi amor con regalos vanales si lo que me has robado ha sido el corazón?

Era la idea más bonita que nadie pudiese imaginar, entregarle a la persona que amas por encima del universo lo que te ha obligado a caer ante sus pies, regalarle todo el sentido de tu vida a la persona que crees correcta, darle lo que no te hace falta con su ausencia.

Mientras yo seguía con mi misión de extraerme al pequeño bombeador de sangre y poder dárselo ella se reía, como si fuese divertido darle todo lo que tengo por ella, como si ese gran gesto de amor fuese insignificante porque muchos otros lo habían hecho ya.
Empecé a marearme tal y como al pobre cuchillo no se le veía el mango, creo que me desmayé poco a poco, viendo como la poca sangre que me quedaba se iba como un río por todos los lugares de la sala, hasta que solamente pude escuchar:

-¿Y no me has traído un collar a juego?

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